Urgando hoy por la Web, encontré esta reflexión de Arnoldo Kraus:
No estoy seguro si uno se convierte en sus obsesiones o si las
obsesiones se convierten en uno. Lo más probable es que ambas
posibilidades sean factibles. Solemos repasar renglones viejos y
procurar deseos incumplidos. Solemos abrir las mismas puertas y cerrar
las mismas ventanas. Los goznes de la vida, casi desde que nacemos, son
similares. Igual los pernos y tornillos de nuestras dos casas: la que
habitamos y en donde dormimos, y la que alberga nuestro corazón,
nuestros pulmones y las partes tangibles del alma. Somos casi siempre
los mismos: las obsesiones nos siguen y nos abrasan, nos preguntan y nos
construyen. Aunque dudar y disentir es uno de los mejores atributos del
ser humano, muchas veces, las actitudes y las ideas repetidas son
benéficas. Uno se construye andando de nuevo los viejos caminos. Uno se mira mejor
cuando desanuda antiguas obsesiones para luego inventar otras.
La lectura ha sido para mí una obsesión. No sólo
porque acompaña y pregunta. No sólo por su poder terapéutico o su
ilimitada mirada. No sólo porque deviene alegría y siembra, sino porque
detiene, un poco, el hedor de la maldad, la liviandad de los tiempos y
la despersonalización del ser humano. Del ser humano, que embriagado por
las bondades de la tecnología, olvida los renglones internos del ser y
los renglones externos de la comunidad. La literatura, en cualquiera de
sus formas, abre espacios que pueden amortiguar los excesos de nuestra
especie y las mil y una sinrazones de la barbarie. Aunque es factible
que haya sucedido en alguna ocasión, es poco probable que en una
librería, en una biblioteca o en un aula universitaria se hayan fraguado
guerras o actos de terrorismo.
Si leer humaniza, el lenguaje hermana. Como escribió
Paul Celan, víctima del nazismo: “Algo sobrevivió en medio de las
ruinas. Algo accesible y cercano: el lenguaje. Sin embargo, el lenguaje
mismo tuvo que abrirse paso a través de su propio desconcierto, salvar
los espacios donde quedó mudo de horror, cruzar por las mil tinieblas
que mortifican el discurso. En este idioma, el alemán, procuré escribir
poesía. Sólo para hablar, orientarme, inquirir, imaginar la realidad.”
Celan tenía razón. El mapa humano requiere letras y arte para impedir
que el mundo siga erosionándose.
Somos letras, somos oraciones y somos ideas que
adquieren rostro tan sólo por haber sido pensadas. Siempre somos letras,
comas, puntos suspensivos, signos de interrogación. Con los años, y con
una dosis de suerte, nos convertimos en palabras, párrafos y luego en
historias. Incluso, antes del nacimiento ya somos lenguaje: los progenitores suelen asignar, in utero, nombres y
profesiones a los vástagos. Con el tiempo nos transformamos en
ilusiones, deseos y obsesiones. Kronos, inefable testigo, se encarga de
convertir nuestras vidas en historias, y en ocasiones, en literatura.
Nos reconocemos e identificamos en las novelas cuando
hablan de amor o desamor. Vestimos la ropa de innumerables personajes
chejovianos. Somos la imagen y la sangre, de las almas nostálgicas de
tantas y tantas poesías que parecerían haber sido escritas por nosotros
en las noches lluviosas. Somos también la pluma y la lucha del periodista sano. Somos espejo
del ensayo profundo, cuando la glosa de ideas y pensamientos acercan el
mundo a las personas e intentan detener las mermas de la desmemoria.
Somos literatura porque la vida es la suma de muchas historias.
Los libros carecen de límites y de fronteras. Son
atemporales porque recogen el pasado y lo depositan en el futuro. Son,
también, presente: en ese tiempo, en ese espacio, en la mirada del
lector, los libros adquieren cuerpo y los lectores se transforman en
ideas. Los libros nos rescatan, nos hablan, nos permiten encontrar y
encontrarnos. Son inagotables y son compañeros silenciosos, siempre
prestos, siempre despiertos, nunca enojados.
En sus lomos el mundo y la historia trazan la
geografía de la vida. En sus páginas, el autor desmenuza la memoria de
su alter ego, de los otros, los otros ajenos y no ajenos, y de
innumerables vidas que finalmente son las de uno mismo. Los libros no
reclaman y son imperecederos. Nunca mueren, nunca finalizan. Releerlos
muestra otros caminos y engendra nuevas y sanas obsesiones: ¿qué faltó?
¿por qué escribió el autor ese párrafo? ¿por qué calló mi personaje? En
ellos, hablan las bisagras de nuestras casas, habita nuestra alma mater y
se rejuvenecen las razones sanas de nuestras obsesiones.